viernes, 8 de mayo de 2009

Entre dos piernas

Cuando desperté aquella mañana el mundo se había teñido de colores. La fluorescencia lo ocupaba todo. Un color por minuto. Al levantarme de la cama, comenzó a llover burbujas de agua con un lunar dentro. Me asomé a la ventana y saqué el brazo para tocar esa agua tan insólita. Al llegar las burbujas a mis dedos, cien lunares se anillaron en mis falanges. Quise saborearlos y los lamí. Me sorprendí al darme cuenta de que sabían a mí.
Alcé la cabeza para contemplar el milagro desde otra perspectiva y me di de bruces con que todos los coches de la ciudad estaban festoneados al cielo por un hilo de lana. Tenían un movimiento pendular que me recordaba a las varillas del viejo reloj del salón de la casa de mis padres. Todos iban en la misma dirección, de manera que era imposible que se chocaran unos con otros; al moverse, dejaban a su paso el reflejo de sus tonalidades primigenias y, unidas, formaban un arco iris nuevo.
No pude resistir la tentación y salí de casa. Descalza. Las calles estaban vacías. Miraba y remiraba en todas las direcciones y no había ni un alma que se hubiese percatado de lo que estaba pasando. Después pensé que quizá nos habíamos vuelto invisibles.
Con los dedos llenos de lunares y la piel libre de herencias, comencé a correr por el barrio en busca de nuevas maravillas. Le di la vuelta a mi edificio y justo en las antípodas de mi portal, había un agujero ribeteado por un montón de nieve violeta. Del agujero salía una voz femenina que gritaba desesperada. Creí entonces que se trataba de una sirena que se había perdido en una de esas idas y venidas de olas; me acordé de Odiseo e intenté ignorarla, pero la curiosidad resultó ser más fuerte que el miedo.
Primero coloqué las manos en la nieve, y al tocarla, se volvió amarilla. Eso no fue lo más sorprendente, sino que lo que me dejó más atónita es que estaba ardiendo, aunque no sudaba. Incliné el cuerpo para ver qué se escondía bajo el agujero, sin embargo, lo único que conseguí fue aumentar la desesperación de la garganta femenina, que había dejado de gritar para adentrarse en un bramido hiposo y desvergonzado. Metí la cabeza un poco más y de repente mis ojos se convirtieron en dos linternas.
Los intenté usar para verla, para contarle que yo estaba allí y que no tenía nada que temer, porque yo ya no tenía miedo. Quería decirle que las odiseas de la tierra se me habían olvidado, que los mitos se me habían caído de los dientes… quería explicarle que sólo quería salvarla para enseñarle ese nuevo mundo de bellezas invertidas que me había llevado directamente al encuentro con su desolación.
Pero no pude. Así que salté con las linternas apuntando hacia abajo. En el mismo segundo que despegué los pies del asfalto fluorescente, caí en la cuenta de que el golpe podría matarme pero en cuanto estos tocaron el aire del hueco, la misteriosa mujer agudizó su voz y con su agudez, me sostuvo en un vuelo sosegado hasta que toqué el suelo, que era techo.
Pegada al cielo del subsuelo comencé a andar. En este estado del nuevo mundo, lo único brillante era un hilo de luz que despuntaba sobre la puerta que, después de mucho caminar, encontré gracias a mis ojos y al gimoteo de mi guía. Salté hacia abajo para agarrar el gozne y, al abrir, me volví del derecho.
Apoyada otra vez en la tierra, me encontré de nuevo en el principio, con los coches irisados y los dedos alunarados. Pero ella estaba allí, justo en el centro, desnuda y atada a dos semáforos. Me acerqué, cuidadosa, y corté las cuerdas con la fuerza de mi aliento.
Ella se quedó allí, parada, en silencio y con los brazos en cruz. Quise preguntarle quién era, de dónde venía, dónde estábamos… pero me quedé sin lengua. Y ella me miraba con el entrecejo fruncido, acariciando el aire con el contoneo de su cuello. Al alzar los brazos para tocarla, mi cuerpo se volvió lento pero ella asintió. Me dio permiso.
Acerqué mi mano a su boca, recorriendo el labio inferior con la punta del dedo, tembloroso. Ella cerró los ojos, como el titiritero que cierra el telón después de la última función de su vida. Despacio y taciturno. Bajé la mano y se encogió de hombros. Un escalofrío me subió desde el tobillo, pasando por las entrañas para salir por la boca y de allí, miles de gotas de sangre cuajadas en todas las palabras que me caben en el cuerpo.
Danzaron desde mis tripas hasta su ombligo, combinándose, mezclándose con ellas y con el sonido del zigzaguear de su cadera. Una canción se resbaló por entremedio de sus piernas, acariciándola, azorándola, encogiéndola y estirándola. Y mis confines, que parecían no tener fin, seguían exudando sangre poetizada; y ella empezó a destilar perfume de mora en clave de si.
Otra canción desparramada por la espalda mientras yo me arrodillaba. Apenas podía verla ya, estaba cubierta de mí y de ella. Mi cuerpo, consumiéndose por segundos, persistía en vaciarse. Súbito en las rodillas de la musa de todas mis musas, se abrió una grieta cristalina para succionarme. Lejos de resistirme, cuando ya estaba dentro separé las carnes y me quedé en sus venas.
Al día siguiente aparecí muerta en el viejo mundo, pero en realidad sigo aquí, escribiendo entre sus piernas. Más viva que nunca.

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