domingo, 23 de junio de 2013

Notas V: Blancanieves y su libro

Pepe, ¿tienes eso? Yo ya había estado allí dos o tres veces, todas vinculadas con la comunión, exceptuando una: el día que me disfrazaron de Blancanieves. No sé quién eligió el disfraz, pero me gusta pensar que no fui yo, porque, la verdad, me sentí muy sola en el patio del colegio el día que celebramos el carnaval. Todas las niñas usaban aquel día para ser lo que les hubiera gustado ser, pero en mi caso toda aquella parafernalia no era necesaria porque en el cole era siempre quien quería ser. Era la amiga de los niños, la que se quitaba la camiseta si hacía falta para jugar al fútbol o para amedrentar a algún matoncillo de tres al cuarto que se metiera con algún hermano menor de un conocido o con cualquiera que viniera a avisarme. En el patio era valiente, era fuerte y autosuficiente, supe ganarme mi espacio; en clase era aplicada, educada y algo chula, porque mis padres, señores, medían esto, esto, esto, esto, esto y esto, así que tenía derecho a ser chula, eran tan buenos que podría haberme lastimado el hombro de tantas veces que tenía que cuantificar en dedos de las manos sus poderes y sus bondades. Pero Blancanieves… con ese corte de pelo a lo Cristóbal Colón y esas hombreras, y ese constante esperar a que alguien la venga a buscar… qué horror, me escondí en el soportal durante el desfile, cantando mi villancico preferido, a la par que rezaba e imploraba, con las diminutas y carnosas manos que aún conservo entrelazadas, por favor, Dios, que esto se acabe. Cinco años más tarde volví a pisar el estudio, esta vez para el tradicional reportaje de la primera comunión. Ahí no pasé vergüenza, la elección del traje fue mía y además fue tendencia aquel año: el mismo que Rocío Jurado se casó con Ortega Cano. Todas queríamos ser ella por un día, incluida ésta que está aquí, sólo que a la megalomanía de la época se le unió un pragmatismo que siempre me ha acompañado en forma de idea, pero pocas veces se ha manifestado en constancia: un vestido de flamenca era reciclable, otro vestido de Blancanieves, pero en blanco, sólo serviría para emborracharse de alcanfor en el armario y para repetir el mismo sentimiento de ridiculez que me acompañó con el primigenio. Sin embargo, se me escaparon dos detalles: el peinado y el escaso sentido estético que mi madre tenía por aquella época. Resultado: fui a la peluquería en chándal, uno de esos de brilli-brilli, para posteriormente trasladarme desde la peluquería hasta el estudio con ese mismo chándal y una madroñera goyesca en la cabeza. No podía correr, no podía taparme la cara, no podía hacer otra cosa excepto consolarme pensando que no sería la única, que todas teníamos que pasar por aquello. Aquella visita a los quince años fue distinta, muy distinta. Mi padre había hablado con Pepe, su amigo –todo el mundo era su amigo- y le había explicado mis aficiones para preguntarle qué podía hacer para apoyarme, para que aprendiera y pudiera practicar: - Pepe, a mi chiquitilla le gusta la fotografía, tiene la máquina que le compramos a la hermana para la carrera ¿No tienes tú hay algo que le pueda ayudar para que se enseñe? - No sé, Paco… ahora que lo pienso tengo allí en el local unos libros que para empezar no están mal, pero a lo mejor no tiene paciencia para leérselos - ¿Mi chiquitilla? Le gusta mucho leer y tiene las cosas muy claras, tengo unos niños, Pepe… está muy centrados y son muy trabajadores y ésta… no sé, es muy callada pero cuando habla… te tienes que callar tú Imagino que fue así, bueno, así y con un par de chistes malos de esos que mi padre usaba para meterse a todo el mundo en el bolsillo. Yo no sabía nada de aquella conversación, nada. Así que, cuando entramos allí y dijo ¿Pepe, tienes eso? No presté la más mínima atención, podría ser desde un cigarro, un periódico, un recibo, una invitación... así que sonreía mirando a mi alrededor, contenta de haber pasado ya el trance por el que todas las caritas piadosas que había colgadas en los escaparates estaban pasando justo en ese momento, aunque , a decir verdad, también sentí envidia porque mi foto nunca fue escogida para ser exhibida, supuse que porque no era lo suficientemente guapa. Ahora creo que aquella obviedad se le sumaba que todas esas niñas y todos esos niños tenían una expresión diferente a la del resto, más allá de la evidente belleza, tenían un rictus angelical, celestial, que yo por entonces no tenía. Sin embargo, ahora que la vida me pide fiereza, mi rostro se parece cada vez más a una virgen rechoncha esculpida por un orfebre anticuado. Pepe asintió y se acercó a mí, tocándome el hombro con una mano y con el otro escondido detrás de la espalda. Mira, me dijo con agachándose para mirarme a los ojos, aunque yo intentara evitar tanto el contacto físico como el visual. Era un libro enorme, negro, como un tomo de una enciclopedia, Introducción a la fotografía, de Planeta Agostini. Tu padre me ha dicho que te gusta el tema y hemos pensado que te haría ilusión. Estaba tan emocionada que no supe cómo reaccionar, lo cogí, le di las gracias y como las cagonas de párvulos me escondí detrás de mi padre, abrazándolo por la cintura. Muchas gracias, de verdad, sin dejar de mirar el libro, dándole vueltas, hojeándolo y deseando subirme a la furgoneta para abrirlo y empezarlo. Cuando ya estábamos en el coche, me cambió la cara. Me atusó el pelo y Chiquituza, ¿te ha gustado? Ya ves, papá, qué guay, este verano me lo leo, ya verás, ah, y le tenemos que preguntar a Enrique cómo se revelan las fotos, a lo mejor los líquidos esos que salen en las pelis no son muy caros y me podéis montar un laboratorio, mira, aquí en esta foto sale lo de los líquidos, pero mejor empezar por el principio porque si no… no voy a saber qué hacer con ellos, mejor poco a poco. Claro que sí, Gurripata arrancó el coche, abrí la ventanilla y pensé que algún día le contaría esto a alguien, mientras a mis padres se les hacía un nudo en la garganta al escucharme