jueves, 1 de enero de 2009

PARA UNA TARDE CUALQUIERA

Entra en tu habitación y enciende el flexo. Quédate de pie, en medio; da una vuelta sobre ti misma con los ojos cerrados. Mientras giras, aspira hasta que el pecho te duela. Cuando pares, abre los ojos lentamente y suelta el aire. Ahora tu habitación es más tuya que nunca. Mírala y te verás en todos los rincones. Si no lo has conseguido, siéntate en la cama y vuelve a respirar; entorna la mirada, recorriendo el dormitorio entero. Ya te ves, ya eres tú.
Acércate sigilosamente a tus discos. No escojas todavía, será él quien te elija a ti. Ahora estás cara a cara con ellos. Sonríeles pero sin hacer ruido. Acarícialos con el dedo índice, hasta que uno se despierte susurrándole a la yema de tu dedo “aquí estoy”. Cógelo con las dos manos y desperézalo con los pulgares -te lo agradecerá con su limpidez-. Déjalo que suene… siéntate otra vez.
De nuevo tienes que borrarte los ojos de la cara para balancearte con la música hacia delante y atrás… adelante y atrás… cada vez más despacio…adelante y atrás…La clavícula se mece también…adelante y atrás…Con todo el cuerpo, hasta que una fusa se escapa del pentagrama, exhalándote en la nuca. Deja que el cuello se contonee con su aliento.
Es hora de leer. El libro ya no puede esperar, ha empezado ya su cortejo. Se ha maquillado para ti, tanto que tiene la cara más colorida que nunca. Está desplegando todas sus armas. Deja al aire su olor corporal: una mezcolanza de papel, de tinta, de polvo y de todas las pieles que alguna vez rozaron sus páginas. Es tan potente el perfume, que ha empezado a hacer una brecha inmensa desde la pituitaria a la boca del estómago. Justo donde acabó colándose la fusa.
Tócalo y calma su urgencia. Agárralo y ábrelo. No repares en las letras, sólo pásale la mano por la espalda, hasta que encontréis una postura en la que estéis cómodos. Los dos. Escucha su cuerpo, se cerrará si pones el dedo en el lugar equivocado. Si lo tienes que doblar, dóblalo, no importan los hilos, sólo son vestidos. Lo que importa es lo que está dentro.
Cuando ya estéis los dos listos, espera y vuélvelo a oler, para que la brecha se haga más profunda y la fusa no se aburra. Ya comienzas a sudar por todas partes: la música ya la tienes en la columna y está bajando hasta la cadera, está lamiéndote cada una de tus vértebras. Como un gusano. Déjalo hacer y comienza a leer.
Un artículo, un sustantivo, un verbo y un adverbio se unen para abrirte una puerta, una que nunca habías visto y, sin embargo, ahí la tienes, de par en par, en la planta del pie, iluminada por tres puntos suspensivos que, en realidad, no son más que una invitación. Sabes que si cruzas la puerta no habrá vuelta atrás, así que te lo piensas y dices, “por mirar no va a pasar nada”. Te doblas como antes doblaste el libro, para hacerte más pequeña y cruzar la entrada a tus pies.
Siempre con el libro en la mano ¿Lo ves? Ya eres contorsionista.
Primero la cabeza y un brazo, necesario para apartarte el pelo de los ojos. Después el otro, con el libro, que te va marcando el camino. De repente un signo de interrogación te provoca y entonces te metes hasta la cintura. Lo único que tienes ya fuera de la planta del pie es el trasero, de modo que con cada embestida toda la sangre sube hacia arriba, tan arriba que se da de bruces con el juego cada vez más indómito del olor de tu libro y el aliento de la música.
Ya sabes que es materialmente imposible subir más, pero da igual. Todo lo que necesitas está ahí, aparece y desaparece en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo hay algo a lo que no te puedes resistir: quieres tocarlo, necesitas tocar lo que hay detrás del quicio de la puerta de tus pies. Quieres tocarlo y quieres comértelo. Alargas el brazo y más sangre para la cadera. Masticas, lames, tragas y vuelves a alargar el brazo y más sangre para la cadera. Te repites sin cesar “otra vez”, “otra vez”, “otra vez”…
La sangre, el aliento, el olor, todo se mezcla, formándose una bola gigante que rueda sin frenos hasta colocarse en medio de tu sexo. Intentas ignorarlo, piensas que es fruto de tanta contorsión, que pronto se irá… aunque, el dedo corazón de tu mano derecha sólo quiere acercarse a ella. Es el único consciente de que esa bola es sangre y aliento perfumado –en todo juego hay un vencedor-.
Te empeñas en ignorarlo, pero sigues comiendo y sigues… hasta que el dedo corazón se apodera de tu cuerpo y ya no puedes más. Ya no quieres comer más, hay demasiada sangre para tan poco cuerpo y tu dedo lo sabe. Lentamente, coges la llave de la puerta de tus pies y la guardas en el bolsillo. Cierra bien, para que sólo entre quien tú quieras.
Ya eres horizontal, pero el vientre te sigue pesando demasiado. Es él quien tiene urgencia esta vez. No pienses y deja que tu cuerpo haga el resto.

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