martes, 12 de junio de 2012

Notas (II)

La enciclopedia infantil Larousse era todo un reto. Era roja y grande, sobre todo en comparación con el tamaño de una niña de cinco años; recuerdo que cuando le pedía a mi hermano que me alcanzara una y éste decidía hacerme caso, me quedaba prendada de mi propia fuerza. Sólo sostener aquel libro tan pesado sin que se me cayera el brazo era toda una hazaña. Siempre le pedía el mismo: “cómo funcionan las cosas”. No sé lo que intentaba encontrar allí pero al final acababa decepcionándome: cilindros, bujías, cargas negativas y positivas… ¿Qué tenía que ver aquello con el funcionamiento de las cosas? Me habría preguntado de haber sabido hacerlo. En vez de eso, cerraba el libro y volvía a arriesgarme a pedirle el favor a mi hermano de que me bajara el de “Naturaleza”, me encantaba la foto de la tormenta, de hecho, aún hoy me impresiona su recuerdo: un cielo intensamente negro y sobre él un rallo de luz que la partía en dos. Aunque no podía pasar sin verla, me asustaba, ahora sólo me da miedo el viento. Mi hermano era como los libros, enorme e imposible de alcanzar sin la ayuda de otro. No hablaba. Sólo escuchaba música, me pellizcaba los mofletes y salía a escondidas para que no me encaprichara en acompañarle. Pocas veces me dejaba entrar en su habitación, pero me las arreglaba para pedirle los libros cuando lo llamaba a cenar. También entraba a escondidas, para escuchar sus discos aunque no los entendiera: The Doors, Nirvana, Queen… todos en inglés y casi ninguno en español, al menos ninguno que soportara. Siniestro Total, Toreros Muertos… qué mal hablados, pensaba, qué mal educados, como mi hermano sea así, yo no quiero ser su amiga. Polla, puta, mierda… todas las palabras por las que recibía una bofetada en el caso de decirlas, estaban en aquellos discos con los que él tanto disfrutaba y, sin embargo, a él nunca le pasaba nada, ni una riña. Con el tiempo aprendí que hay palabras que sólo la edad te dan derecho a utilizar, se ganan con los años, sin escándalos ni sorpresas. Algunos de sus discos en inglés sí me gustaban aunque, como digo, sólo hablaba español recatado. The Doors eran mis favoritos, me recordaban a la foto de la tormenta, y algunas canciones se podían bailar lento, muy lento, con los ojos cerrados. Moviendo las caderas con suavidad; también disfrutaba con Nirvana, especialmente con la canción cuyo título según mi cabecita de 7 años era “tinini tinini tinini tini tiiii”, sí, lo sé, era largo y poco original, pero fácil de recordar y además a mi hermano le hacía gracia y si me descubría allí, tocándole sus cosas y desordenándoselas como sólo yo podía y puedo hacer, y le soltaba aquello, se rendía. Mi hermana nunca estaba, porque estudiaba fuera. Ella no tenía discos, tenía cassettes. Su gusto musical era muy distinto al de mi hermano y muy dispar. Desde los clásicos, Ana Belén y Víctor Manuel, omnipresentes en casa, pasando por Alaska y los Pegamoides, siguiendo con Danza Invisible, hasta llegar a Los hombres G. A los que más apreciaba yo era a los Hombres G. No sólo porque podía cantar sus canciones sin ahogarme, sino porque además ¡Hacían películas! ¿y qué significaba eso? Que en vacaciones iría con mi hermana y sus amigas al cine. Eran un montón y siempre estaban riendo, a diferencia de mi hermano. Algunas además eran muy guapas, sobre todo Ainhoa. Tenía un carácter difícil pero era alta, tenía los brazos largos y las piernas delgadísimas y un pelo… un pelo negro y liso que a veces le tapaba la cara, dejando a la vista sólo su boca… y a mí se me revolucionaba el cuerpo, como si en aquellas ocasiones el relámpago esta vez me partiera a mí en dos. Siempre me sentaba entre ella y me hermana. Mientras ellas bromeaban con la posibilidad de que David Summer apareciera de repente mientras que esperábamos a que empezara la película, yo pasaba a ser un bulto que a veces tenía el placer de tocar a Ainhoa. Así que, teniendo en cuenta la conversación sobre la inminente aparición del cantante, esperaba el momento del roce fijando la vista en la pantalla. Como todo en aquella época, era enorme y muy blanca. Si te parabas a mirarla, veías las sombras de las cortinas, de los sillones, de la gente. Sombras que me hicieron pensar que los actores, Los Hombres G, estaban detrás y que la película en realidad no era más que una especie de obra de teatro oculta tras el papel de la pantalla. Cómo pueden cambiar de escenario tan rápido, cómo pueden instalar un wáter ahí detrás, cómo cabe tanta gente ahí y, lo más importante, por qué poner el papel en medio y qué coño, no, demonios, estamos haciendo aquí si están ahí detrás. Vamos a verlos como todas esas niñas que salen ahí, en los conciertos. Nunca hice estas preguntas en voz alta.

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