Está oscuro pero aún
son las once de la mañana. Quizá es sábado o domingo, por qué ibas a estar aquí
si no. No sé qué estoy haciendo debajo de la cama de tus padres pero aquí estoy.
Tumbada y esperando. El suelo no está frío, o tal vez sí, el frío siempre me ha
gustado. Ya estás aquí, estoy segura porque veo tus pies y tus calcetines
blancos.
Tengo cinco años, tú
dieciséis pero a mí pareces un hombre. Mi hermana es ya una mujer, mamá no
deja de repetírselo. “Tienes 16 años, ya eres una mujer hecha y derecha”. Creo
que es verano por dos razones: por encima de la pletina de los calcetines, se
te salen los vellos, negros y largos, así que estás en bermudas; además hay un
enchufe antimosquitos encendido. En casa no tenemos, son demasiado caros.
Miro a mi derecha y me
doy cuenta de que estás a mi lado. Cara a cara. Me haces cosquillas; yo me río.
Tú me chistas para que no nos descubran; yo no sé qué es lo que hay que
descubrir. Pero como me haces reír, te hago caso y callo. Además, soy
consciente de que sólo con una mano puedes aplastarme la cara ¿Por qué se me
ocurre esto de repente?
Me pides que mire lo
que tienes debajo y obedezco. A los mayores hay que obedecerlos, como a mi
hermana cuando me lleva a la playa. En comparación con los niños del cole,
tienes un pito enorme. Y no sólo eso, además crece a cada segundo, casi con la
misma rapidez que tu sonrisa se retuerce. Pareces muy fuerte, si quisieras
también podrías aplastarme la cara con él. Me pides que te lo toque pero no
quiero. Te miro con seriedad y te lo niego con la cabeza. Sé que hago mal, pero
me da miedo, aunque no pueda dejar de mirarlo.
Dices que no puedes
más, que sea buena y me vuelves a hacer cosquillas. Yo vuelvo a reír y tú te
acercas para quitarme los pantalones. El suelo sigue sin estar frío o sí. Quieres
que sea buena y lista, quieres enseñarme cosas que casi ninguna niña de mi edad
sabe. A mí los ojos se me salen de las órbitas y asiento. Ahora soy yo la que
se acerca. Tu cosa señala a tu ombligo. Me coges una pierna y me la subes a tu
cintura. Respiras muy fuerte y me aclaras que eso es bueno.
Tu cosa está ahora
entre los labios de mi cosa. Te mueves de arriba hacia abajo. A mí me da
calambre pero creo que me gusta. Está muy dura y tu respiración se acelera y es
muy ruidosa. Tienes la mirada perdida y me asustas. Escucho algo, una voz a lo
lejos, pero tú no estás aquí, conmigo, como antes, estás en otro lugar. La voz
cada vez está más cerca. Quiero irme, intento bajar la pierna pero a pesar de
la distancia a la que aparentemente estamos, aún sabes que estoy ahí y me
aprietas el tobillo con tanta fuerza que me haces daño.
Es tu madre. Intento
convencerte de que me dejes amenazándote con que nos van a descubrir. Nada
parece hacer efecto. Las zapatillas de casa de tu madre están muy cerca, las
escucho andar por el pasillo, acompañadas de gritos que llevan tu nombre. Te
muerdo para que me dejes. Por fin. Los pies de tu madre ya están aquí, en la
puerta del dormitorio. Como había supuesto, era cierto que tu mano es más
grande que mi cara. Qué lista soy. Y tú qué rápido, ya te has tapado con la
mano izquierda.
Aunque
os empeñéis tu madre no es tonta y sabe que estamos aquí. No para de dar
vueltas por la habitación. Ella usa los mismos calcetines que tú, pero no tiene
tanto vello, aunque sí un par de cicatrices. Detrás de sus pies, está el
enchufe para los mosquitos ¡¡¡Yo quiero uno!!! Apenas puedo respirar, me
presionas demasiado. Muevo el pie y se oye un ruido.
Las rodillas de tu
madre ya están en el suelo. Tiene la bata de casa puesta. Ahora viene un rulo.
Rosa fluorescente. Nos ha visto. Escondidos. No puede hablar. Se queda
mirándome fijamente. No eres tan rápido ni yo tan lista. Tengo las bragas
bajadas. Me da vergüenza. Me las subo y salgo corriendo. Ellos se quedan allí,
como dos estatuas.
Corro. Cierro la
puerta. Subo las escaleras y toco al timbre de casa. Mamá me abre. Entro a la
cocina y enciendo la televisión. Aún no sé que siempre tendré miedo.
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